Ivo Pogorelich, una aventurada lectura de Chopin

La pianista argentina Martha Algerich, reconocida experta en Chopin, suele invertir en torno a los 24 minutos en resolver ‘Piano Sonata número 3 Opus 58’ de Chopin. En cambio, Ivo Pogorelich distrae el tiempo, lo dilata, hasta alcanzar como mínimo los 32 minutos. Es su particular empleo a la hora de leer aquella misma partitura. No se trata de quién tiene razón, sino más bien de comprender por qué el pianista croata se adentra tan detenidamente en el dictado secreto de la partitura. Porque de eso hablamos, y más, observando esos papeles tan manoseados acariciando el atril del piano gran concierto.

Piano que no existía en los tiempos contemporáneos del compositor polaco, pues lo aproximado era el Pleyel que ‘Pianino’ conserva en Valldemossa.

Hace tiempo leí ‘Vida con Picasso’, de Françoise Gilot, madre de Paloma.

Ella fue amante, compañera y discípula del genio malagueño. De la misma manera que Aliza Kezeradze se empleó en sentido contrario –fue maestra y también amante- de Pogorelich. Gilot, 40 años menor que Picasso, Aliza 20 años mayor que Pogorelich. ¿Qué vengo a decir con ello? Leyendo a Gilot me descubrió el  mecanismo mental que alimentaba su personal visión  de las imágenes que después plasmó en sus lienzos mientras las enseñanzas de Kezeradze alumbraban el camino que emprendió Pogorelich, extasiado ante un teclado que no era el propio de Chopin pero sí capaz de traducir su obra.

“Ella”, recuerda Pogorelich refiriendo a Kezeradze, “me enseñó a aprender cómo usar los nuevos instrumentos”. He ahí entonces el kid de la cuestión.

Puedo entender que no guste Pogorelich a quienes valoran la ortodoxia que ha imperado durante tanto tiempo. Pero de la misma manera, acepto el celo de su incondicional público de culto, que tanto valora lo revolucionario de sus aportaciones. Su estilo explosivo en la manera de atacar el teclado no se desentiende del pianismo romántico que acaricia sus melodías y sus ritmos. Están ahí, a veces solamente presentidos, y en ocasiones, en toda su fuerza expresiva. Son los abruptos intermedios los que definen su estilo, áspero, a veces, rudo en ocasiones, y siempre de una violencia inspirada en amables coincidencias. Lo que transforma esa ‘violencia’ en trazos apasionados.  

El silencio de la sala era evocador de un interés inmaculado, a pesar de las transgresiones que iban sucediéndose, buscando en la mente de Chopin lo que Pogorelich pretendía experimentar en sus atropelladas evoluciones. No era posible revivir el romanticismo del XIX, pero en la mente del croata, sí había sensación de acercarse a lo que en realidad decía Chopin  a  través de sus partituras. Una técnica prodigiosa, un pensamiento enigmático y sobre las tablas, un instrumento aprendiendo precipitadamente idiomas.

Atendiendo a la estructura del programa, fue la segunda parte la cercana al gusto del público, y en esas Pogorelich se travistió en Chopin, a cuenta de las veladas en los salones de la alta sociedad parisina, dándole rienda suelta a ‘Fantasie Opus 49’, ‘Berceuse Opus 57’ y ‘Barcarolle Opus 60’sin dejarle al público opción alguna a celebraciones. Después llegarían, a modo de bis, y explicados en un perfecto castellano, un preludio y el ‘Nocturno número 2’. Desplazando con el pie el taburete a los bajos del teclado, vino a decir, Pogorelich, se acabó la función, mientras inclinaba el espinazo a la usanza oriental rememorando así las viejas tradiciones que conoció en su juventud, cuando en efecto era un Dionisio en tiempos de celebridades.

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